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Ensayo como forma literaria (página 2)



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Yo propongo una vida baja y sin brillo, mas para el caso
es indiferente que fuera relevante. Igualmente se aplica toda la
filosofía moral a una existencia ordinaria y privada que a
una vida de más rica contextura; cada hombre lleva en
sí la forma cabal de la humana condición. Los
autores se comunican con el mundo merced a un distintivo especial
y extraño; yo, principalmente, merced a mi ser general,
como Miguel de Montaigne, no como gramático, poeta o
jurisconsulto. Si el mundo se queja porque yo hablé de
mí demasiado, yo me quejo porque él ni siquiera
piensa en sí mismo. ¿Pero es razonable que siendo
yo tan particular en uso, pretenda mostrarme al conocimiento
público? ¿Lo es tampoco el que produzca ante la
sociedad, donde las maneras y artificios gozan de tanto
crédito, los efectos de naturaleza, crudos y mondos, y de
una naturaleza enteca, por añadidura? ¿No es
constituir una muralla sin piedra, o cosa semejante, el fabricar
libros sin ciencia ni arte? Las fantasías de la
música el arte las acomoda, las mías el acaso. Pero
al menos voy de acuerdo con la disciplina, en que jamás
ningún hombre trató asunto que mejor conociera ni
entendiera que yo entiendo y conozco el que he emprendido; en
él soy el hombre más sabio que existir pueda; en
segundo lugar, ningún mortal penetró nunca en su
tema más adentro, ni más distintamente
examinó los miembros y consecuencias del mismo, ni
llegó con más exactitud y plenitud al fin que
propusiera a su tarea. Expuse la verdad, no hasta el hartazgo,
sino hasta el límite en que me atrevo a exteriorizarla, y
me atrevo algo más envejeciendo, pues parece que la
costumbre concede a esta edad mayor libertad de charla, y mayor
indiscreción en el hablarse de sí mismo.
Aquí no puede acontecer lo que veo que sucede
frecuentemente, o sea que el artesano y su labor se contradicen:
¿cómo un hombre, oímos, de tan sabrosa
conversación ha podido componer un libro tan insulso? O al
revés: ¿cómo escritos tan relevantes han
emanado de un espíritu cuyo hablar es tan flojo? Quien
conversa vulgarmente y escribe de modo diestro declara que su
capacidad reside en mi lugar de donde la toma, no en él
mismo. Un personaje, sabio no lo es en todas las cosas; mas la
suficiencia en todo se basta, hasta en el ignorar vamos conformes
y en igual sentido, mi libro y yo. Acullá puede
recomendarse, o acusarse la obra independientemente del obrero;
aquí no; pues quien se las ha con el uno se las ha
igualmente con el otro. Quien le juzgare sin conocerle se
perjudicará más de lo que a mí me
perjudique; quien le haya conocido me procura satisfacción
cabal. Por contento me daré y por cima de mis
merecimientos me consideraré, si logro solamente alcanzar
de la aprobación pública el hacer sentir a las
gentes de entendimiento que he sido capaz de la ciencia en mi
provecho, caso de que la haya tenido, y que merecía que la
memoria me prestara mayor ayuda.

Pasemos aquí por alto lo que acostumbro a decir
frecuentemente o sea que yo me arrepiento rara vez, y que mi
conciencia se satisface consigo misma; no como la de mi
ángel o como la de un caballo, sino como la de un hombre,
añadiendo constantemente este refrán, y no
ceremoniosamente sino con sumisión esencial e ingeniosa:
«que yo hablo como quien ignora e investiga,
remitiéndome para la resolución pura y simplemente
a las creencias comunes legítimas». Yo no
enseño ni adoctrino, lo que hago es relatar.

No hay vicio que esencialmente lo sea que no ofenda y
que un juicio cabal no acuse, pues muestran todos una fealdad e
incomodidad tan palmarias que acaso tengan razón los que
los suponen emanados de torpeza e ignorancia tan difícil
es imaginar que se los conozca sin odiarlos. La malicia absorbe
la mayor parte de su propio veneno y se envenena igualmente. El
vicio deja como una úlcera en la carne y un
arrepentimiento en el alma que constantemente a ésta,
araña y ensangrienta, pues la razón borra las
demás tristezas y dolores engendrando el del
arrepentimiento, que es más duro, como nacido
interiormente, a la manera que el frío y el calor de las
fiebres emanados son más rudos que los que vienen de
fuera. Yo considero como, vicios (mas cada cual según su
medida) no sólo aquellos que la razón y la
naturaleza condenan, sino también los que las ideas de los
hombres, falsas y todo como son, consideran como tales, siempre y
cuando que el uso y las leyes las autoricen.

Por el contrario, no hay bondad que no regocije a una
naturaleza bien nacida. Existe en verdad yo no sé
qué congratulación en el bien obrar que nos alegra
interiormente, y una altivez generosa que acompaña a las
conciencias sanas. Un alma valerosamente viciosa puede acaso
revestirse de seguridad, mas de aquella complacencia y
satisfacción no puede proveerse. No es un plan
baladí el sentirse preservado del contagio en un siglo tan
dañado, y el poder decirse consigo mismo: «Ni
siquiera me encontraría culpable quien viese hasta el
fondo de mi alma, de la aflicción y ruina de nadie, ni de
venganza o envidia, ni de ofensa pública a las leyes, ni
de novelerías y trastornos, ni de falta al cumplimiento de
mi palabra; y aun cuando la licencia del tiempo en que vivimos a
todos se lo consienta y se lo enseñe, no puse yo
jamás la mano en los bienes ni en la bolsa de
ningún hombre de mi nación, ni viví sino a
expensas de la mía, así en la guerra como en la
paz, ni del trabajo de nadie me serví sin
recompensarlo.» Placen estos testimonios de la propia
conciencia, y nos procura saludable beneficio esta alegría
natural, la sola remuneración que jamás nos
falte.

Fundamentar la recompensa de las acciones virtuosas en
la aprobación ajena es aceptar un inciertísimo y
turbio fundamento, señaladamente en un siglo corrompido e
ignorante como éste; la buena estima del pueblo es
injuriosa. ¿A quién confiáis el ver lo que
es laudable? ¡Dios me guarde de ser hombre cumplido
conforme a la descripción que para dignificarse oigo hacer
todos los días a cada cual de sí mismo! Quae
fuerant vitia, mores sunt. Tales de entre mis amigos me
censuraron y reprimendaron abiertamente, ya movidos por su propia
voluntad, ya instigados por mí, cosa que para cualquier
alma bien nacida sobrepuja no ya sólo en utilidad sino
también en dulzura los oficios todos de la amistad; yo
acogí siempre sus catilinarias con los brazos abiertos,
reconocida y cortésmente; mas, hablando ahora en
conciencia, encontré a veces en reproches y alabanzas
tanta escasez de medida, que más bien hubiera incurrido en
falta que bien obrado dejándome llevar por sus consejos.
Principalmente nosotros que vivimos una existencia privada,
sólo visible a nuestra conciencia, debemos fijar un
patrón interior para acomodar a él todas nuestras
acciones, y según el cual acariciamos unas veces y
castigamos otras. Yo tengo mis leyes y mi corte para juzgar de
mí mismo, a quienes me dirijo más que a otra parte;
yo restrinjo mis acciones con arreglo a los demás, pero no
las entiendo sino conforme a mí. Sólo vosotros
mismos podéis saber si sois cobardes y crueles, o leales y
archidevotos; los demás no os ven, os adivinan mediante
ciertas conjeturas; no tanto contemplan vuestra naturaleza como
vuestro arte, por donde no debéis ateneros a su sentencia,
sino a la vuestra: Tuo tibi judicio est utendum… Virtutis et
vitiorum grave ipsius concientiae pondus est: qua sublata, jacent
omnia. Mas lo que comúnmente se dice de que el
arrepentimiento sigue de cerca al mal obrar, me parece que no
puede aplicarse al pecado que llegó ya a su límite
más alto, al que dentro de nosotros habita como en su
propio domicilio; podemos desaprobar y desdecirnos de los vicios
que nos sorprenden y hacia los cuales las pasiones nos arrastran,
pero aquellos que por dilatado hábito permanecen anclados
y arraigados en una voluntad fuerte y vigorosa no están ya
sujetos a contradicción. El arrepentimiento no es
más que el desdecir de nuestra voluntad y la
oposición de nuestras fantasías, que nos llevan en
todas direcciones haciendo desaprobar a algunos hasta su virtud y
continencia pasadas:

Quae mens est hodie, cur cadem non
puero fuit?

Vel cur his animis incolumes non
redeunt genae?

Es una vida relevante la que se mantiene dentro del
orden hasta en su privado. Cada cual puede tomar parte en la
mundanal barahúnda y representar en la escena el papel de
un hombre honrado; mas interiormente y en su pecho, donde todo
nos es factible y donde todo permanece oculto, que el orden
persista es la meta. El cercano grado de esta bienandanza es
practicarla en la propia casa, en las acciones ordinarias, de las
cuales a nadie tenemos que dar cuenta, y donde no hay estudio ni
artificio; por eso Bías, pintando un estado perfecto en la
familia, dijo «que el jefe de ella debe ser tal
interiormente por sí mismo como lo es afuera por el temor
de la ley y el decir de los hombres». Y Julio Druso
respondió dignamente a los obreros que mediante tres mil
escudos le ofrecían disponer su casa de tal suerte que sus
vecinos no vieran nada de lo que pasara en ella, cuando dijo:
«Os daré seis mil si hacéis que todo el mundo
pueda mirar por todas partes.» Advierten en honor de
Agesilao que tenía la costumbre de elegir en sus viajes
los templos por vivienda, a fin de que así el pueblo como
los dioses mismos pudieran contemplarle en sus acciones privadas.
Tal fue para el mundo hombre prodigioso en quien su mujer y su
lacayo ni siquiera vieron nada de notable; pocos hombres fueron
admirados por sus domésticos; nadie fue profeta no ya
sólo en su casa, sino tampoco en su país, dice la
experiencia de las historias; lo mismo sucede en las cosas
insignificantes, y en este bajo ejemplo se ve la imagen de las
grandes. En mi terruño de Gascuña consideran como
suceso extraordinario el verme en letras de molde, en la misma
proporción que el conocimiento de mi individuo se aleja de
mi vivienda, y así valgo más a los ojos de mis
paisanos; en Guiena compro los impresores, y en otros lugares soy
yo el comprado. En esta particularidad se escudan los que se
esconden vivos y presentes para acreditarse muertos y ausentes.
Yo mejor prefiero gozar menos honores; lánzome al mundo
simplemente por la parte que de ellos alcanzo, y llegado a este
punto los abandono. El pueblo acompaña a un hombre hasta
su puerta deslumbrado por el ruido de un acto público, y
el favorecido con su vestidura abandona el papel que
desempeñara, cayendo tanto más hondo cuanto
más alto había subido, y dentro de su alojamiento
todo es tumultuario y vil. Aun cuando en ella el orden
presidiera, todavía precisa hallarse provisto de un juicio
vivo y señalado para advertirlo en las propias acciones
privadas y ordinarias. Montar brecha, conducir una embajada,
gobernar un pueblo, son acciones de relumbrón; amonestar,
reír, vender, pagar, amar, odiar y conversar con los suyos
y consigo mismo, dulcemente y equitablemente, no incurrir en
debilidades, mantener cabal su carácter, es cosa mas rara,
más difícil y menos aparatosa. Por donde las
existencias retiradas cumplen, dígase lo que se quiera,
deberes tan austeros y rudos como las otras; y las privadas, dice
Aristóteles, sirven a la virtud venciendo dificultades
mayores y de modo más relevante que las públicas.
Más nos preparamos a las ocasiones eminentes por gloria
que por conciencia. El más breve camino de la gloria
sería desvelarnos por la conciencia como nos desvelamos
por la gloria. La virtud de Alejandro me parece que representa
mucho menos vigor en su teatro que la de Sócrates en
aquella su ejercitación ordinaria y obscura. Concibo
fácilmente al filósofo en el lugar de Alejandro; a
Alejandro en el de Sócrates no lo imagino. Quien
preguntara a aquél qué sabía hacer
obtendría por respuesta. «Subyugar el mundo»;
quien interrogara a éste, oiría: «Conducir la
vida humana conforme a su natural condición», que es
ciencia más universal, legítima y
penosa.

No consiste el valer del alma en encaramarse a las
alturas, sino en marchar ordenadamente; su grandeza no se
ejercita en la grandeza, sino en la mediocridad. Como aquellos
que nos juzgan por dentro nos sondean, reparan poco en el
resplandor de nuestras acciones públicas, viendo que
éstas no son más que hilillos finísimos y
chispillas de agua surgidos de un fondo cenagoso, así los
que nos consideran por la arrogante apariencia del exterior
concluyen lo mismo de nuestra constitución interna; y no
pueden acoplar las facultades vulgares, iguales a las propias con
las otras que los pasman y alejan de su perspectiva. Por eso
suponemos a los demonios formados como los salvajes. ¿Y
quién no imaginará a Tamerlán con el
entrecejo erguido, dilatadas las ventanas de la nariz, el rostro
horrendo y la estatura desmesurada, como lo sería la
fantasía que lo concibiere gracias al estruendo de sus
acciones? Si antaño me hubieran presentado a Erasmo,
difícil habría sido que yo no hubiese tomado por
apotegmas y adagios cuanto hubiera dicho a su criado y a su
hostelera. Imaginamos con facilidad mayor a un artesano haciendo
sus menesteres o encima de su mujer, que en la misma
disposición a un presidente, venerable por su apostura y
capacidad; parécenos que éstos desde los sitiales
preeminentes que ocupan no descienden a las modestas labores de
la vida. Como las almas viciosas son frecuentemente incitadas al
bien obrar movidas por algún extraño impulso,
así acontece a las virtuosas en la práctica del
mal; precisa, pues, que las juzguemos en su estado de
tranquilidad, cuando son dueñas de sí mismas, si
alguna vez lo son, o al menos cuando más con el reposo
están avecinadas en su situación
ingenua.

Las inclinaciones naturales se ayudan y fortifican con
el concurso de la educación; mas apenas se modifican ni se
vencen: mil naturalezas de mi tiempo escaparon hacia la virtud o
hacia el vicio al través de opuestas disciplinas, las
cualidades originales no se extirpan, se cubren y ocultan. La
lengua latina es en mí como natural e ingénita
(mejor la entiendo que la francesa); sin embargo, hace cuarenta
años que de ella no me he servido para hablarla y apenas
para escribirla, a pesar de lo cual, en dos extremas y repentinas
emociones en que vino a dar dos o tres veces en mi vida, una de
ellas viendo a mi padre en perfecto estado de salud caer sobre
mí desfallecido, lancé siempre del fondo de mis
entrañas las primeras palabras en latín; mi
naturaleza se exhaló y expresó fatalmente en
oposición de un uso tan dilatado. Este ejemplo
podría con muchos otros corroborarse.

Sic ubi desuetae silvis in carcere clausae,
mansuevere ferae, et vultus posuere minaces, atque hominem
didicere pati, si torrida parvus; venit in ora cruor, redeunt
rabiesque furorque, admonitaeque tument gustato sanguine fances;
fervet, et a trepido vix abstinet ira
magistro;

Los que en mi tiempo intentaron corregir las costumbres
públicas con el apoyo de nuevas opiniones, reforman
sólo los vicios aparentes, los esenciales los dejan quedos
si es que no los aumentan, y este aumento es muy de tener en
aquella labor. Repósase fácilmente de todo otro
bien hacer con estas enmiendas externas, arbitrarias, de menor
coste y de mayor mérito, satisfaciéndose así
con poco gasto los otros vicios naturales, consustanciales o
intestinos. Deteneos un poco a considerar lo que acontece dentro
de vosotros: no hay persona, si se escucha, que no descubra en
sí una forma suya, una forma que domina contra todas las
otras, que lucha contra la educación y contra la tempestad
de las pasiones que la son contrarias. Por lo que a mi respecta,
apenas me siento agitado por ninguna sacudida; encuéntrome
casi siempre en mi lugar natural, como los cuerpos pesados y
macizos; si no soy siempre yo mismo, estoy muy cerca de serlo.
Mis desórdenes no me arrastran muy lejos; nada hay en
mí de extremo ni de extraño, y sin embargo vuelvo
sobre mis acuerdos por modo sano y vigoroso.

La verdadera condenación, que arrastra a la
común manera de ser de los hombres, consiste en que el
retiro mismo de éstos está preñado de
corrupción y encenagado; la idea de su enmienda emporcada,
la penitencia enferma y empecatada, tanto aproximadamente como la
culpa. Algunos, o por estar colados al vicio con soldadura
natural, o por hábito dilatado, no reconocen la fealdad
del mismo; para otros (entre los cuales yo me encuentro), el
vicio pesa, pero lo contrabalancean con el placer o cualquiera
otra circunstancia, y lo sufren y a él se prestan, a
cierto coste, por lo mismo viciosa y cobardemente. Sin embargo,
acaso pudiera imaginarse una desproporción tan lejana, en
que el vicio fuera ligero y grande el placer que recabara, por
donde justamente el pecado podría excusarse, como decimos
de lo útil; y no sólo hablo aquí de los
placeres accidentales de que no se goza sino después del
pecado cometido, como los que el latrocinio procura, sino del
ejercicio mismo del placer, como el que ayuntándonos con
las mujeres experimentamos, en que la incitación es
violenta, y dicen que a veces invencible. Hallándome
días pasados en las tierras que uno de mis parientes posee
en Armaignac conocí a un campesino a quien todos sus
vecinos llaman el Ladrón, el cual relataba su vida por el
tenor siguiente: como hubiera nacido mendigo y cayera en la
cuenta de que con el trabajo de sus manos no llegaría
jamás a fortificarse contra la indigencia,
determinó hacerse ladrón, y en este oficio
empleó toda su juventud, con seguridad cabal, merced a sus
fuerzas robustas, pues recolectaba y vendimiaba las tierras
ajenas con esplendidez tanta que parecía inimaginable que
un hombre hubiera acarreado en una noche tal cantidad sobre sus
costillas; cuidaba además de igualar y dispersar los
perjuicios ocasionados, de suerte que las pérdidas
importaran menos a cada particular de los robados. En los
momentos actuales vive su vejez, rico, para un hombre de su
condición, gracias a ese tráfico que abiertamente
confiesa; y, para acomodarse con Dios, a pesar de sus
adquisiciones, dice que todos los días remunera a los
sucesores de los robados y añade que si no acaba con su
tarea (pues proveerlos a un tiempo no le es dable),
encargará de ello a sus herederos en razón a la
ciencia, que el solo posee, del mal que a cada uno ocasionara.
Conforme a esta descripción, verdadera o falsa, este
hombre considera el latrocinio como una acción deshonrosa,
y lo detesta, si bien menos que la indigencia; su arrepentimiento
no deja lugar a duda; mas considerando el robo, según su
escuela, contrabalanceado y compensado, no se arrepiente en modo
alguno. Este proceder no constituye la costumbre que nos
incorpora al vicio y con él conforma nuestro entendimiento
mismo, ni es tampoco ese viento impetuoso que va enturbiando y
cegando a sacudidas nuestra alma y nos precipita, como asimismo a
nuestro juicio, en las garras del vicio.

Ordinariamente realizo yo por entero mis acciones y
camino como un cuerpo de una sola pieza; apenas tengo movimiento
que se oculte y aleje de mi corazón y que sobre poco
más o menos no se conduzca por consentimiento de todas mis
facultades, sin división ni sedición intestinas: mi
juicio posee íntegras la culpa o la alabanza, y si de
aquélla me di cuenta una vez, en lo sucesivo lo propio me
aconteció, pues casi desde que vine al mundo es uno, con
idéntica inclinación, con igual dirección y
fuerza; y en punto a opiniones universales, desde mi infancia que
coloqué en el lugar donde había de mantenerme en lo
sucesivo. Hay pecados impetuosos, prontos y súbitos
(dejémoslos a un lado), mas en esos de reincidencia,
deliberados y consultados, pecados de complexión o de
profesión y oficio, no puedo concebir que permanezcan
plantados tan dilatado tiempo en un mismo ánimo sin que la
razón y la conciencia de quien los posee los quiera
constantemente y lo mismo el entendimiento; y el arrepentimiento
de que el pecador empedernido se vanagloria hallarse dominado en
cierto instante prescrito, es para mí algo duro de
imaginar y de representar. Yo no sigo la secta de
Pitágoras, quien decía «que los hombres toman
un alma nueva cuando se acercan a los simulacros de los dioses
para recoger sus oráculos», a menos que con esto no
quisiera significar la necesidad de que sea extraña, nueva
y prestada para el caso, puesto que la nuestra tan pocos signos
ofrece de purificación condignos con ese
oficio.

Hacen los pecadores todo lo contrario de lo que pregonan
los preceptos estoicos, los cuales nos ordenan corregir las
imperfecciones y los vicios que reconocemos en nosotros, pero nos
prohíben alterar el reposo de nuestra alma.
Aquéllos nos hacen creer que sienten disgustos y
remordimiento internos, mas de enmienda, corrección, ni
interrupción nada dejan aparecer. La curación no
existe si la carga del mal no se ceba a un lado; si el
arrepentimiento pesara sobre el platillo de la balanza,
arrastraría consigo la culpa. No conozco ninguna cosa tan
fácil de simular como la devoción, si con ella no
se conforman las costumbres y la vida; su esencia es abstrusa y
oculta, fáciles y engañadoras sus
apariencias.

Por lo que a mí incumbe, puedo en general ser
distinto de como soy; puedo condenar mi forma universal y
desplacerme de ella; suplicar a Dios por mi cabal enmienda y por
el perdón de mi flaqueza natural, pero entiendo que a esto
no debo llamar arrepentimiento, como tampoco a la contrariedad de
no ser arcángel ni Catón. Mis acciones son
ordenadas y conformes a lo que soy y a mi condición; yo no
puedo conducirme mejor, y el arrepentimiento no reza con las
cosas que superan nuestras fuerzas, sólo el sentimiento.
Yo imagino un número infinito de naturalezas elevadas y
mejor gobernadas que la mía, y sin embargo no enmiendo mis
facultades, del propio modo que ni mi brazo ni mi espíritu
alcanzaron vigor mayor por concebir otra naturaleza que los
posea. Si la imaginación y el deseo de un obrar más
noble que el nuestro acarreara el arrepentimiento de nuestras
culpas, tendríamos que arrepentirnos hasta de las acciones
más inocentes, a tenor de la excelencia que
encontráramos en las naturalezas más dignas y
perfectas, y querríamos hacer otro tanto. Cuando
reflexiono, hoy que ya soy viejo, sobre la manera como me conduje
cuando joven, reconozco que ordinariamente fue de un modo
ordenado, según la medida de las fuerzas que el cielo me
otorgó; es todo cuanto mi resistencia alcanza. Yo no me
alabo ni dignifico; en circunstancias semejantes sería
siempre el mismo: la mía no es una mancha, es más
bien una tintura general que me ennegrece. Yo no conozco el
arrepentimiento superficial, mediano y de ceremonia; es preciso
que me sacuda universalmente para que así lo nombre; que
pellizque mis entrañas y las aflija hasta lo más
recóndito cuanto necesario sea para comparecer ante el
Dios que me ve, y tan íntegramente.

Por lo que a los negocios respecta yo dejé
escapar muchas ocasiones excelentes a falta de dirección
adecuada; mis apreciaciones, sin embargo, fueron bien
encaminadas, según el cariz que los acontecimientos
presentaron; lo mejor de todo es tomar siempre el partido
más fácil y seguro. Reconozco que en mis
deliberaciones pasadas, conforme a mi regla procedí
cuerdamente, conforme a la cosa que se me proponía, y
haría lo mismo de aquí a mil años en
ocasiones semejantes. Yo no miro en este particular el estado
actual de las cosas, sino el que mostraban éstas cuando
sobre ellas deliberaba: la fuerza de toda determinación
radica en el tiempo; las ocasiones y los negocios ruedan y se
modifican sin cesar. Yo incurrí en algunos groseros y
trascendentales errores durante el transcurso de mi vida, no por
falta de buen dictamen sino por escasez de dicha. Existen lados
secretos en los objetos que traemos entre manos, e inadivinables,
principalmente en la naturaleza de los hombres; condiciones mudas
y que por ningún punto se muestran, a veces desconocidas
para el mismo que las posee, que se producen y despiertan cuando
las ocasiones sobrevienen; si mi prudencia no las pudo penetrar
ni profetizar, no por ello quiero mal a mi prudencia; la
misión de ésta se mantiene dentro de sus
límites: si el acontecimiento me derrota, si favorece el
partido que había yo rechazado, el suceso es irremediable,
no me culpo a mi, culpo a mi mala fortuna y no a mi obra. Esto no
se llama arrepentimiento.

Foción dio a los atenienses cierto consejo que no
fue puesto en práctica, y como la cuestión que lo
motivara aconteciese prósperamente contra lo que él
previera, alguien le dijo: «Que tal, Foción,
¿estás contento de que los sucesos vayan tan a
maravilla? -Contentísimo estoy, contestó, de que
haya ocurrido lo que hemos visto, pero no me arrepiento de mi
consejo.» Cuando mis amigos se dirigen a mí para ser
encaminados, les hablo libre y claramente sin detenerme, como
casi todo el mundo acostumbra, puesto que siendo la cosa
aventurada puede ocurrir lo contrario de mis previsiones, por
donde aquéllos puedan censurar mis luces. Lo cual no me
importa, pues errarán si tal camino siguen, y yo no
debí negarles el servicio que me pedían.

Yo no achaco mis descalabros e infortunios a otro, sino
a mí mismo, pues rara vez me sirvo del consejo ajeno si no
es por ceremonia, y bien parecer, salvo en el caso en que me son
necesarios ciencia, instrucción o conocimiento de la cosa.
Mas en aquellas en que sólo mi buen o mal entender
precisa, las razones extrañas pueden servirme de apoyo
pero poco a desviarme de mi camino: todas las oigo favorable y
decorosamente, pero que yo recuerde no he creído hasta hoy
más que las mías. A mi juicio, no son éstas
sino moscas y átomos que pasean mi voluntad. Poco
mérito hago yo de mis apreciaciones, mas tampoco estimo
grandemente las ajenas. Con ello el acaso me paga dignamente,
pues si no recibo consejos, doy tan pocos como recibo. Si bien
soy muy poco requerido, todavía soy menos creído, y
no tengo nuevas de ninguna empresa pública o privada que
mi parecer haya dirigido y encaminado. Aun aquellos mismos a
quienes la casualidad había a ello en algún modo
dirigido, se dejaron con mejor gana gobernar por otro cerebro con
preferencia al mío. Como quien es tan celoso de los
derechos de su tranquilidad como de los de su autoridad,
prefiérolo mejor así. Dejándome de tal
suerte, se procede conforme a mi albedrío, que consiste en
establecerme y contenerme dentro de mí mismo. Me es
agradable mantenerme desinteresado en los negocios ajenos y
desligado de la salvaguardia de los mismos.

En toda suerte de negocios, cuando ya son pasados, de
cualquier modo que hayan acontecido, tengo poco pesar, pues la
consideración de que así debieron suceder aparta de
mí el resentimiento. Helos ya formando parte del torrente
del universo, en el encadenamiento de las causas según las
doctrinas estoicas; vuestra fantasía no puede por deseo e
imaginación remover un punto sin que todo el orden de las
cosas se derribe, así el pasado como el
porvenir.

Detesto además el accidental arrepentimiento a
que la edad nos encamina. Aquel que en lo antiguo decía
estar obligado a los años porque le habían
despojado de los placeres voluptuosos, profesaba opiniones
diferentes a las mías. Jamás estaré yo
reconocido a la debilidad, por mucha calma que me procure: nec
tam aversa unquam videbitur ab opere suo Providentia ut debilitas
inter optima inventa sit. Los apetitos son raros en la vejez; una
saciedad intensa se apodera de nosotros cuando en ella ponemos
nuestra planta, en la cual nada veo en que la conciencia tenga
que ver: el dolor moral y la debilidad física nos imprimen
una virtud cobarde y catarral. No debemos tanto y tan por
completo dejarnos llevar por las alteraciones naturales que
abastardeemos nuestro juicio. El placer y la juventud no hicieron
antaño que yo desconociera el semblante del vicio en la
voluptuosidad, ni en el momento actual el hastío con que
los años me obsequiaron hace que desconozca el de la
voluptuosidad en el vicio: ahora que ya no estoy en mis verdes
años, me es dable juzgar como si lo estuviera. Yo que la
sacudo viva y atentamente encuentro que mi razón es la
misma que gozaba en la edad más licenciosa de mi vida, si
es que con la vejez no se ha debilitado y empeorado; y reconozco
que oponerse a internarme en ese placer por interés de mi
salud corporal, no lo hará como antaño no lo hizo
por el cuidado de la salud espiritual. Por verla fuera de combate
no la juzgo más valerosa: mis tentaciones son tan
derrengadas y mortecinas, que no vale la pena que la razón
las combata; con extender las manos las conjuro. Que se la
coloque frente a la concupiscencia antigua y creo que
tendrá menos fuerza que antaño para rechazarla de
las que entonces desplegaba. No veo que mi discernimiento juzgue
de la voluptuosidad diferentemente de como antaño juzgaba;
tampoco encuentro en ella ninguna claridad nueva, por donde caigo
en la cuenta de que si hay convalecencia, es una convalecencia
maleada. ¡Miserable suerte de remedio el de deber la salud
a la enfermedad! No incumbe a nuestra desdicha cumplir este
oficio sino a la bienandanza de nuestro juicio. Nada se me obliga
a hacer por las ofensas y las aflicciones si no es maldecirlas;
éstas sólo mueven a las gentes que no se despiertan
sino a latigazos. Mi razón camina más libremente en
la prosperidad, al par que está mucho más
distraída y ocupada en digerir los males que los bienes:
yo veo con claridad mayor en tiempo sereno; la salud me gobierna
más alegre y útilmente que la enfermedad.
Avancé cuanto pude hacia mi reparación y reglamento
cuando de ellos tenía que gozar: me avergonzaría el
que la miseria e infortunio de mi vejez hubiera de ser preferida
a mis buenos años, sanos, despiertos y vigorosos, y que
hubiera de estimárseme no por lo que fui, sino por lo que
dejó de ser.

A mi entender es el «vivir dichosamente», y
no como Antístenes decía «el morir
dichosamente», lo que constituye la humana felicidad. Yo no
aguardé a sujetar monstruosamente la cola de un
filósofo a la cabeza de un hombre ya perdido, ni quise
tampoco que este raquítico fin hubiera de desaprobar y
desmentir la más hermosa, cabal y dilatada parte de mi
vida: quiero presentarme y dejarme ver en todo uniformemente. Si
tuviera que recorrer lo andado, viviría como hasta ahora
he vivido; ni lamento el pasado, ni temo lo venidero, y, si no me
engaño, mi existir anduvo por dentro como por fuera. Uno
de los primordiales beneficios que yo deba a mi buena estrella,
consiste en que en el curso de mi estado corporal cada cosa haya
acontecido en su tiempo: vi las horas, las flores y el fruto, y
ahora tengo la sequía delante de mis ojos, dichosamente,
puesto que es natural que así suceda. Soporto los males
con dulzura, porque en la época vivo de sufrirlos, y
además porque traen halagüeñamente a mi
memoria el recuerdo de mi larga y dichosa vida pasada.
Análogamente, mi cordura puede muy bien haber sido de la
misma índole en el tiempo pasado y en el presente, pero
entonces era más fuerte, y mostraba un continente
más gracioso, fresco, alegre e ingenuo; ahora la veo
baldada, gruñona y trabajosa. Renuncio, por consiguiente,
a estas enmiendas casuales y dolorosas. Necesario es que Dios
toque nuestro ánimo; preciso es que nuestra conciencia se
enmiende por sí misma, mediante, el refuerzo de nuestra
razón y no con el ayuda de la debilidad de nuestros
apetitos: la voluptuosidad no es en esencia pálida ni
descolorida porque la adviertan ojos engañosos y
turbios.

Debe amarse la templanza por ella misma y por respeto al
Dios que nos la ordenó, como asimismo la castidad; la que
los catarros nos prestan, y que yo debo al beneficio de mi
cólico, ni es castidad ni templanza. No puede
vanagloriarse de menospreciar y combatir el goce voluptuoso,
quien no lo ve, quien lo ignora, quien desconoce sus gracias y
sus ímpetus y sus bellezas más imantadas; yo que
conozco uno y otro puedo decirlo con fundamento. Pero me parece
que en la vejez nuestras almas están sujetas a
imperfecciones más importunas que en la juventud;
así lo decía yo cuando mozo, y entonces mi
apreciación no era entendida a causa de mis pocos
años; y lo repito ahora que mis cabellos grises me otorgan
crédito. Llamamos cordura a la dificultad de nuestros
humores, a la repugnancia que las cosas presentes nos ocasionan;
mas en verdad acontece que no abandonamos tanto los vicios cuanto
por otros los cambiamos, a mi entender de peor catadura: a
más de una altivez torpe y caduca, un charlar congojoso,
los humores espinosos e insociables, la superstición y un
cuidado ridículo en atesorar riquezas cuando no tenemos en
qué emplearlas, descubro yo más envidia, injusticia
y malignidad; suministran los años más arrugas al
espíritu que al semblante y apenas se ven almas, o por lo
menos raramente, que envejeciendo dejen de mostrar agrior y olor
a moho. El hombre camina íntegramente hacia su crecimiento
lo mismo que hacia su decrecimiento. En presencia de la
sabiduría de Sócrates, considerando algunas
circunstancias de su condena, osaría yo creer que a ella
se prestó hasta cierto punto por prevaricación y de
propia intento, tocando tan de cerca, a los setenta años
que ya contaba, el embotamiento de las ricas prendas de su
espíritu y el obscurecer de su acostumbrada clarividencia.
¡Qué metamorfosis la veo yo hacer a diario en muchas
de mis relaciones! Es una enfermedad vigorosa que se desliza
natural o imperceptiblemente; provisión grande de estudio
y precaución no menor hanse menester para evitar las
imperfecciones que nos acarrea, o al menos para debilitar el
progreso de las mismas. Yo siento que a pesar de todos mis
esfuerzos va ganando en mí terreno palmo a palmo; cuanto
puedo me sostengo, pero ignoro dónde me llevará. De
todas suertes, me congratula que se sepa el lugar de donde
caeré.

Capítulo III

De tres
comercios

No es cosa cuerda clavarse indeleblemente a los
peculiares humores y complexiones: nuestra capacidad principal
consiste en saber aplicarse a diversos usos. Es ser, mas no es
vivir el mantenerse atado y por necesidad obligado en una sola
dirección. Las más hermosas almas son aquellas en
que se encuentran variedad y flexibilidad mayores. He aquí
un honroso testimonio relativo a Catón el antiguo: Huic
versatile ingenium sic pariter ad omnia fuit, ut natum ad id unum
diceres, quodcumque ageret.

Si de mí dependiera formarme a mi
albedrío, creo que no hallaría ningún modo
de ser, por óptimo que fuera, en el cual me resignara a
fijarme para no poder desprenderme; la vida es un movimiento
desigual, irregular y multiforme. No es ser amigo de sí
mismo y menos todavía dueño, es ser esclavo de la
propia individualidad el seguir incesantemente y el estar tan
domado por las inclinaciones, que no nos sea dable rehuirlas ni
torcerlas. Yo lo declaro en este punto por no poder
fácilmente libertarme de la importunidad de mi alma, que
comúnmente no acierta a solazarse sino allí donde
encuentra impedimentos, ni a emplearse más que en
tensión e íntegramente. Por insignificante cosa que
se la procure, la abulta y alarga fácilmente hasta un
punto en que halla labor para todas sus fuerzas; por esta causa
la ociosidad del alma es para mí una ocupación
penosa que quebranta mi salud. La mayor parte de los
espíritus han menester de materia extraña para
desadormecerse y ejercitarse, el mío siente igual
necesidad para calmarse y detenerse: vitia otii negotio
discutienda sunt, pues su más laborioso y principal
quehacer es conocerse a sí mismo. Los libros pertenecen
para él al género de ocupaciones que le apartan de
su estudio; ante los primeros pensamientos que le asaltan,
agítase y da muestras de su vigor en todos sentidos,
ejercitando sus facultades ya hacia el orden y la gracia, ya
encontrando su natural asiento, moderándose y
fortificándose. Tiene por sí mismo recursos con que
despertar sus facultades, pues la naturaleza le otorgó,
como a todos, suficientes medios para su utilidad a la vez que
asuntos propios para inventar y discernir.

El meditar es un estudio poderoso y pleno para quien
sabe tantearse y emplearse vigorosamente: yo mejor prefiero
forjar mi alma que amueblarla. Ninguna ocupación existe ni
más débil ni más fuerte que la de conversar
con las propias fantasías, según sea el temple de
espíritu que se posee, y con ello hacen su oficio las
mayores: quibus vivere est cogitare; por eso la naturaleza la
favoreció con este privilegio, consistente en que nada hay
que podamos hacer tan continuamente ni acción a la cual
nos sea dable consagrarnos más ordinaria y
fácilmente. Es la labor de los dioses, dice
Aristóteles, de la cual germinan su beatitud y la
nuestra.

La lectura me sirve particularmente a despertar mi
razón por diversos objetivos, y contribuye a atarear mi
discernimiento, no mi memoria. Pocas son, pues, las
conversaciones que me detienen sin vigor ni esfuerzo. Verdad es
que la belleza y la gentileza ocupan y llenan otro tanto mi
espíritu o acaso más que la profundidad; y lo mismo
que en otra ocupación me adormezco, no prestándola
sino la corteza de mi atención, acontéceme
frecuentemente en las conversaciones alicaídas y
deshilvanadas, de puro formulismo, emitir y responder
ensueños y torpezas ridículos e indignos de una
criatura, o bien mantenerme silencioso con obstinación
verdadera, inhábil e incivilmente. Mi manera natural de
ser es soñadora, y contribuye a que dentro de mí
mismo me recoja, caracterizándome además la
ignorancia supina de algunas cosas de las más pueriles. A
estas dos cualidades debo el que a mis expensas se hayan forjado
fundadamente cinco o seis cuentos, tan simples los unos como los
otros.

Siguiendo con mis razonamientos diré que esta mi
complexión dificultuosa hace que sea yo delicado en punto
a la frecuentación y práctica de los hombres y que
me precise escogerlos del montón, convirtiéndome en
inhábil para las cosas comunes. Nosotros vivimos con el
pueblo y con el pueblo negociamos; si su conversación nos
importuna, si menospreciamos el aplicarnos a las almas
ínfimas y vulgares (que a veces son tan ordenadas como la
más desenvueltas, y es insípida toda sapiencia que
a la insapiencia común no se acomoda), no tenemos para que
entremeternos ni siquiera en nuestros propios negocios ni tampoco
en los ajenos. Así los privados como los públicos
se resuelven con la mediación de aquellas gentes. Las
menos violentas y más naturales disposiciones de nuestra
alma son las más hermosas; las ocupaciones preferibles,
las menos esforzadas. ¡Qué oficio tan relevante
presta la cordura a aquellos cuyos deseos acomoda al poder de su
fuerza! Esta es la ciencia más útil entre las
útiles. «Según tus fuerzas», era el
refrán y la frase favorita de Sócrates; principio
grandemente substancial. Es preciso encaminar y detener nuestros
deseos en las cosas más fáciles y vecinas.
¿No es un humor lleno de torpeza el discrepar con mil
personas a quienes mi fortuna me une y de quienes no puedo
prescindir para detenerme en una o dos alejadas de mi comercio, o
más bien en un deseo fantástico de algo que no
puedo alcanzar? Mis costumbres blandas, enemigas de toda agriura
y rudeza, pueden fácilmente haberme despojado de envidias
y enemistades; amado, no digo que lo sea, mas para no ser odiado
ningún hombre dio nunca mayores motivos. La frialdad de mi
conversación me robó, y con razón, la
benevolencia de algunos, los cuales son excusables de interpretar
aquélla en distinto y peor sentido del que la
informa.

Yo soy capacísimo de conquistar y mantener
amistades raras y exquisitas. Cuando me adhiero con voraz deseo a
las frecuentaciones que a mi manera de ser se acomodan, con igual
avidez me produzco y me lanzo, y es difícil que deje de
ganar e impresionar allí donde me dirijo; de ello hice
experiencia frecuente y dichosa. En las amistades comunes soy
algún tanto estéril y frío, pues mi caminar
no es natural cuando no va a toda vela; a más de lo cual,
habiéndome la fortuna habituado y hecho exigente desde mi
juventud, merced a una amistad exclusiva y perfecta, en cierto
modo me hastió de las otras imprimiendo en mi
espíritu la idea de que es animal de
compañía y no de séquito, como decía
aquel antiguo. Yo experimento un quebranto natural al comunicarme
a medias y con subterfugios; y soy enemigo de la servil y
sospechosa prudencia que se nos ordena en la conversación
de esa caterva de amistades numerosas e imperfectas. Más
que nunca principalmente se nos aconseja hoy en que no es posible
hablar del mundo si no es perjudicial o falsamente.

Por eso veo bien que quien como yo tiene como mira las
comodidades de la existencia (hablo de las esenciales) debe huir
como de la peste de esas dificultades y delicadezas del humor. Yo
alabo las excelencias de un alma de compartimientos diversos, que
sea capaz de tenderse y desmontarse; que se encuentre bien
hallada allí donde la fortuna la transporte; que pueda
departir con el vecino de su fábrica, de sus cazas y
querellas, y placenteramente conversar con el carpintero y el
jardinero. Yo envidio a los que saben habituarse al ser
más ínfimo de su comitiva, y entablar
conversación con él en su peculiar espíritu.
Enemigo soy del consejo de Platón, quien recomendaba
hablar siempre en lenguaje magistral a los servidores,
desprovisto de familiaridad y gracia, lo mismo a los varones que
a las hembras, pues a más de la razón alegada, es
injusto e inhumano prevalerse de tal o cual prerrogativa de la
fortuna; y las policías en que hay menor disparidad entre
los criados y los amos, parécenme las más
equitables. Los demás se cuidan de mantener su
espíritu erguido; yo pongo todo mi conato en bajarlo y
tenderlo: el mío sólo es vicioso en
extensión.

Narras, et genus Aeaci, et pugnata
sacro bella sub Ilio: quo Chium pretio cadum mercemur, quis aquam
temperet ignibus, Quo praebente domum, et
quota,

pelignis caream frigoribus,
taces.

Así como el valor lacedemonio había
menester de moderación y de los dulces y graciosos sones
de las flautas para que lo acariciasen en la guerra, por temor de
que se lanzara en la temeridad y en la furia, y como todas las
demás naciones ordinariamente emplean sonidos y voces
agudos y fuertes que sacudan y abrasen hasta el último
límite el vigor de los soldados paréceme, contra el
opinar ordinario, que en las operaciones de nuestro
espíritu, tenemos en general más necesidad de plomo
que de alas; más necesitamos frialdad y reposo que
agitación y ardor. Sobre todo, a mi juicio, es hacer el
tonto echárselas de entendido entre los que no lo son;
hablar siempre con rigidez, favellar in punta di forchetta. Es
preciso acomodarse al nivel de las personas que nos rodean y a
las veces afectar ignorancia; colocad a un lado la fuerza y la
sutileza en las conversaciones comunes de la vida; basta con que
pongáis orden; arrastraos por tierra, si los que junto a
vosotros están lo quieren así.

Los sabios tocan fácilmente con este
obstáculo; constantemente hacen alarde de su magisterio, y
en todos los lugares de sus libros esparcen de él la
semilla. Han vertido en el tiempo en que vivimos tal cantidad en
los gabinetes y en los oídos de las damas, que si
éstas no retuvieron la substancia, al menos aparentaron
retenerla; en toda suerte de conversaciones, por ínfimas y
vulgares que sean, echan mano de un modo de hablar y escribir
archiculto e inusitado:

Hoc sermone pavent, hoc iram,
gaudia, curas, hoc cuncta effundunt animi secreta, quid
ultra?

Concumbunt
docte;

y alegan el testimonio de Platón y el de santo
Tomás para cosas en que el primero que les viniera a las
mientes les prestaría igual servicio; la doctrina que no
pudo llegar a sus almas se detuvo en la lengua. Si las más
distinguidas quieren seguir mi consejo, conténtense con
hacer valer sus propias y naturales riquezas, pues entiendo que
esconden y cubren con los extraños los propios atractivos.
Torpeza superlativa la de ahogar la claridad ingénita para
lucir con resplandor prestado; nuestras damas se entierran bajo
el arte, de capsula totae. Si tan estrafalario proceder siguen,
es porque no se conocen bastante; el mundo nada tiene más
hermoso; a ellas incumbe procurar honor a las artes y acicalar lo
acicalado. ¿Qué precisa, sino vivir honradas y
dignificadas? Sóbralas ciencia para lograrlo y sólo
han menester despertar y animar las facultades que en ellas
nacen. Cuando yo las veo pegadas a la retórica, a la
judiciaria, a la lógica y a otras drogas semejantes, vanas
e inútiles para sus necesidades, se me ocurre pensar que
los hombres que se las aconsejaron hiciéronlo para con
esas enseñanzas tener ocasión de gobernarlas,
¿pues qué otra explicación puedo hallar?
Basta y sobra con que puedan, sin nuestro concurso, acomodar a la
alegría la gracia de sus ojos, a la severidad y a la
dulzura; sazonar un no de despego, duda o favor, y no que busquen
intérprete a las razones que se alegan en su alabanza. Con
esa ciencia mandan a baquetazos y gobiernan a los regentes
más doctos. Si a pesar de todo las molesta que en alguna
cosa las aventajemos y quieren por curiosidad de espíritu
tomar su ración de letras, la poesía es una
distracción adecuada a sus menesteres, un arte sutil y
juguetón, artificial y parlero, todo placer y aparato como
ellas; podrán alcanzar también ventajas varias de
la historia; en punto a filosofía, de la parte que puede
adaptarse a la vida, tomarán los discursos que las
habitúen a juzgar de nuestras condiciones y humores, a
defenderse contra nuestras traiciones, a moderar el
avasallamiento de sus propios deseos y su propia libertad, a
dilatar los placeres de la vida y a soportar humanamente la
inconstancia de un servidor, la rudeza de un marido, la
importunidad y los destrozos de los años y otras cosas
semejantes. Esta es la parte principal que yo les
asignaría en punto a ciencia.

Existen naturales particulares, retirados e internos; mi
carácter esencial es propio a la comunicación y a
la exteriorización; yo me echo fuera y me pongo en
evidencia, como nacido para la sociedad y la amistad. La soledad
que amo y predico consiste principalmente en acarrear hacia
mí interior, mis afecciones y pensamientos; consiste en
abreviar y concertar, no mis pasos, sino mis deseos y cuidados,
resignando la solicitud extraña y huyendo mortalmente toda
obligación y servidumbre, y no tanto la multitud de
hombres como la de los negocios. A decir verdad, la soledad local
más bien que extiende y amplifica al exterior; yo me lanzo
a los negocios de Estado al universo entero con facilidad mayor
cuando me encuentro solo; en el Louvre y en el tropel de la
sociedad cortesana, me reconcentro y contraigo en mi pellejo; la
multitud me empuja hacia dentro, y jamás converso conmigo
mismo tan loca, licenciosa y particularmente como cuando me hallo
en los lugares de respeto y de prudencia ceremoniosa: no son
nuestras locuras las que a risa me provocan, sino nuestras
sapiencias. No soy por complexión enemigo de la
agitación cortesana; en ella he pasado una parte de mi
vida y habituado estoy a conducirme desenvueltamente en las
selectas compañías, mas ha de ser por intervalos y
cuando a ello me sienta predispuesto. Pero acontece que la
blandura de juicio de que voy hablando, forzosamente me sujeta a
la soledad. Hasta en mi casa, que es de las más
frecuentadas, en medio de una familia numerosa y donde tengo
ocasión de ver toda suerte de gentes, rara vez tropiezo
con aquellos que gustaría comunicarme, y eso que en ella
es mi norma, para mí y para los demás, el disfrute
de una libertad inusitada; allí a toda ceremonia se da
tregua: a las asistencias, acompañamientos y tales otros
preceptos de nuestra cortesanía, cuyo uso es por
demás servil e importuno. Cada cual gobierna a su manera y
a quien le place sus fantasías comunica: yo me mantengo
mudo, soñador y cerrado con cuatro llaves, sin ofensa de
mis huéspedes.

Los hombres cuya sociedad y familiaridad ansío
son aquellos que se conocen con los dictados de hábiles y
fuertes; la imagen de éstos hace que los otros no me
plazcan. La índole de ellos es entre todas la más
rara, y reconoce la naturaleza principalmente por causa. Es el
fin de este comercio preferentemente la frecuentación y
conferencia particulares, el ejercitamiento de las almas, sin
otro ajeno fruto ni provecho. En nuestras conversaciones, todos
los asuntos son para mí iguales; poco me importa que en
ellas haya o no haya profundidad ni solidez; la pertinencia y la
gracia resplandecen constantemente; todo en ellas va impregnado
de un juicio maduro y permanente, justo, entreverado de bondad,
franqueza, alegría y amistad. No es solamente en las
cuestiones de resolución complicada, ni en los negocios de
los soberanos donde nuestro espíritu muestra su fuerza y
su hermosa; manifiéstalas igualmente en los discursos
familiares. En el silencio mismo y en las sonrisas conozco yo a
mis gentes, y a veces mejor descubro sus interiores cualidades en
la mesa que en el consejo. Hipómaco decía bien
cuando aseguraba distinguir a maravilla a los buenos atletas con
verlos simplemente andar por la calle. Si a la doctrina place
inmiscuirse en nuestro departir, no será rechazada, mas
tampoco magistral, imperiosa ni importuna cual comúnmente
se acostumbra, sino sufragánea y dócil por
sí misma. Pasar el tiempo es nuestra mira; cuando suene la
hora de la instrucción y la predicación, a buscarla
iremos en su trono; que lo sentencioso y lo doctrinal se coloquen
por esta vez a nuestro nivel, si les place, pues, tan
útiles y deseables como son, creo yo que en última
instancia sin ellos podemos salir adelante. Mi alma fuerte,
práctica y ejercitada en el comercio humano, por sí
misma se muestra grata: el arte no es otra cosa que la
fiscalización y el registro de las producciones de tales
almas.

Es también para mi un comercio ameno el de las
mujeres bellas y de grande gentileza: nam nos quoque oculos
eruditos habemus. Si el alma no encuentra en él tanto
deleite como en el primero, los sentidos corporales, que tienen
en éste participación más grande,
condúcenla a una proporción vecina del otro, aunque
a mi juicio no igual. Mas es un comercio en que el dominio de
sí mismo es indispensable, señaladamente para
aquellos en que, como yo, la sangre es muy pudiente. Yo con
él me ponía ardoroso en mi infancia y experimentaba
toda la rabia que los poetas dicen sobrevenir a los que se dejan
llevar sin orden ni discernimiento. Verdad es que estos latigazos
me sirvieron luego de instrucción prudente.

Quicumque Argolica de classe
Capharea fugit, semper ab Euboicis vela retorquet
aquis.

Es locura amarrar a él todos nuestros
pensamientos zambulléndose con afección furiosa e
inmoderada. Mas, por otra parte, el cultivarlo sin amor, con una
afección huérfana de voluntad, al modo de los
comediantes para representar un papel conforme a la edad y a la
costumbre, y no poner de sí sino las palabras, es sin duda
proveer a su seguridad, pero cobardemente, como quien abandonara
su honor, su provecho o su placer por temor del peligro, pues es
seguro que los que tal conducta siguen están incapacitados
de alcanzar ningún fruto que toque o satisfaga a un alma
de buen temple. De buena fe es preciso haber deseado lo que se
quiere poseer, y de buena fe hallar placer en el disfrute, aun
cuando injustamente la fortuna favorezca el semblante de las
damas, lo cual acontece con frecuencia, a causa de que ninguna
hay, por desdichada que sea, que no entienda ser
amabilísima, o que no se recomiende por su edad, o por
cabellera o por sus andares (a decir verdad, feas en absoluto no
las hay, como tampoco hermosas en igual medida, y las hijas de
los bracmanes, incapaces de mostrar recomendación
más ventajosa, se encaminan a la plaza hallándose
en ella el pueblo congregado por pregón, mostrando sus
partes matrimoniales para ver si así al menos, pueden
adquirir marido), por consiguiente no hay una siquiera que no se
deje persuadir ante el primer juramento que sus ojos ven y que
sus oídos oyen. Ahora bien, de esta traición
común y ordinaria a los hombres de hoy, preciso es que
sobrevenga lo que nos muestra la experiencia, o sea que las
mujeres se unen, y entre ellas buscan arrimo para huirnos; o bien
con el ejemplo que las ofrecemos se conforman, representando su
papel en la farsa y prestándose a esta negociación,
desnudas de cuidados, pasiones y amor, neque affectui suo, aut
alieno, obnoxiae; estimando, según los principios que
emite Lysias en Platón, que más ventajosa y
útilmente pueden entregársenos cuanto menor sea
para con ellas nuestro amor; acontecerá a la postre lo que
en las comedias en las cuales el disfrute del pueblo es igual o
mayor que el de los comediantes. Como no concibo a Venus sin
Cupido, tampoco imagino la maternidad sin progenitura; cosas son
ambas que se deben y prestan la una a la otra en sus esencias
respectivas. De suerte que esa especie de engaño va de
rechazo contra quien lo ejecutó, y, si bien nada le cuesta
practicarlo, tampoco con él adquiere nada que valga la
pena. Los que de Venus hicieron a una diosa, consideraron que su
principal encanto era espiritual e incorpóreo, mas el que
aquellas gentes buscan no sólo no es humano, ni siquiera
es animal. Los animales no apetecen belleza tan pesada y
terrestre, y vemos que la fantasía y el deseo
frecuentemente los impulsan y solicitan, antes de ser arrastrados
por el cuerpo; ocasión tenemos de advertir que al hallarse
juntos machos y hembras, eligen y excogitan en sus afecciones, al
par que mantienen largas uniones en armonía perfecta.
Cuando la vejez acaba con su fuerza corporal, algunos se
estremecen de amor, relinchan y se agitan. Vémoslos antes
del acto amoroso repletos de esperanza y de ardor, y cuando ya el
cuerpo hizo su juego, relamerse todavía por la dulzura del
recuerdo; otros y que se inflan de altivez luego que su necesidad
satisfacen, entonando cánticos de fiesta y de triunfo
cansados ya y hartos. Quien no busca sino descargar el cuerpo de
una necesidad natural, tampoco tiene para qué intrigar al
prójimo por intermedio de interesantes aprestos; la carne
que busca no es adecuada para un hambre tan ordinaria y
grosera.

Como el que no quiere que le tengan por mejor de lo que
es, apuntaré aquí los errores de mi juventud. No
solamente por la conservación de la salud (sin embargo no
acertó a proceder con cordura tanta que no dejara de
experimentar dos rasguños, aunque fueron ligeros y sin
consecuencias), sino también por menosprecio, nunca me
arrastraron los venales y públicos juntamientos; quise
aguzar este placer por medio de la dificultad, el deseo y el amor
propio, gustando la manera del emperador Tiberio, el cual se
prendaba en sus amores lo mismo de la modestia y de la nobleza
que de otros méritos distintos; y la de Flora la
cortesana, que no se prestaba a menos que el beneficiado no fuera
dictador, censor o cónsul, alcanzando la mayor suma de
agrado de la dignidad de sus amadores. En verdad, las perlas y el
brocado contribuyen a aquél, como los títulos y el
aparato. Por otra parte, concedía yo importancia grande al
espíritu, con tal de que el cuerpo le hiciera
compañía, pues hablando en conciencia, si a una o
la otra de las dos bellezas había de faltar,
necesariamente hubiera mejor prescindido de la espiritual, que
tiene más digno empleo en mejores cosas; mas en punto a
amor, el cual mira principalmente a la vista y al tacto, algo
puede hacerse sin las gracias corporales. Es la belleza la
ventaja verdadera de las damas; tan propia les es que la nuestra,
aunque exige rasgos algo distintos, no es con la suya confundida
sino en la infancia desbarbada. Cuéntase que en la casa
del Gran Señor, los que le sirven a título de
belleza, que son en número infinito, son, cuando
más tarde, despedidos a los veintidós años.
La razón, la prudencia y los oficios de amistad
aviénense mejor con los hombres, por lo cual gobiernan
éstos los negocios del mundo.

Estos dos comercios son fortuitos y dependientes del
prójimo: el uno por su rareza es difícil de
procurar; el otro se agosta con los años; de suerte que
solos no hubieran bastado a proveer las necesidades de mi vida.
El de los libros, que es el tercero, nos ofrece mayor seguridad;
es más nuestro, y si bien cede a los primeros en algunas
ventajas, supéralos en la constancia y facilidad de su
servicio. Este es el que costea todo el curso de mi vida y el que
me asiste en todo momento; consuela mi vejez y mi soledad,
descárgame del peso de una ociosidad pesada, me liberta a
toda hora de las compañías que me fastidian, y
debilita las acometidas del dolor cuando no es extremo y por
entero no me domina. Para distraerme de una fantasía
importuna, no hallo medio comparable al de echar mano de los
libros, que me sumergen fácilmente en ellos y me la
arrebatan; y no se me insubordinan por ver que solo de ellos
sirvo cuando las otras comodidades me faltan, las cuales son
más reales, naturales y vivas; me acogen siempre con igual
semblante. Dícese que bien camina «quien conduce el
caballo de la brida»; y nuestro Jaime, rey de
Nápoles y de Sicilia, que hermoso, joven y sano
hacía que le llevaran en parihuelas, tendido en un mal
colchoncillo de plumas, vestido con un traje de paño gris
y cubierta la cabeza con un gorro de lo mismo, iba seguid sin
embargo, con pompa majestuosa de literas, caballos a la mano de
todas suertes, gentilhombres y oficiales, representando a pesar
del séquito una austeridad ligera e insegura: el enfermo
cuya curación está a su alcance no merece que se le
tenga lástima. En la experiencia y uso de esta sentencia,
que es veracísima, consiste todo el fruto que yo saco de
los libros; de ellos me sirvo, en efecto, casi como aquellos que
los desconocen; disfruto como los avaros de un tesoro, para estar
seguro de que gozan cuando me plazca; mi alma halla el contento y
la calma con ese derecho de posesión. Ni en tiempo de paz,
ni en épocas de guerra dejan los libros de
acompañarme, a pesar de lo cual se pasarán muchos
días y hasta meses sin que yo de ellos eche mano; los
leeré dentro de un momento, me digo, o mañana, o
cuando se me antoje: mientras tanto el tiempo corre y se va sin
serme oneroso, pues es indecible cuánto me tranquilizo y
apaciguo considerando que están junto a mí para
procurarme placer cuando lo quiera y reconociendo cuán
grande es el alivio que facilitan a mi vida. Son la mejor
munición que haya yo encontrado en este humano viaje, y
compadezco extremadamente a los hombres de entendimiento que no
la echan de menos. Mejor que éste acojo cualquiera otro
entretenimiento, por ligero que sea, en razón a que el de
los libros no puede nunca faltarme.

En mi vivienda me recojo con mayor frecuencia, en mi
biblioteca, donde, teniéndolo todo a la mira, doy
órdenes a mis gentes. Me coloco a la entrada y veo por
bajo mi jardín, el patio, el corral así como a la
mayor parte de las personas de mi casa. Allí hojeo unas
veces un libro, otras otro, sin orden ni designio, al desgaire:
unas veces fantaseo, otras registro y otras dicto
paseándome los que aquí veis. Está instalada
en el piso tercero de una torre: el primero es mi capilla; el
segundo, un dormitorio con sus accesorios, donde me acuesto con
frecuencia para encontrarme solo, que tiene por encima un
espacioso guardarropa; antaño era el lugar más
inútil de mi casa. Allí paso la mayor parte de los
días de mi vida y casi todas las horas del día,
pero nunca por la noche permanezco. Contiguo al dormitorio hay un
pulido gabinete, donde en invierno puede encenderse luego, con
pintorescas vistas. Si yo no temiera más que los gastos
los cuidados que todo trabajo acarrea, podría
fácilmente instalar a cada lado una galería de cien
pasos de largo y doce de ancho, a nivel, habiendo encontrado
todos los muros montados para otro uso, a la altura que me
precisa. Todo lugar retirado requiere un paseo; mis pensamientos
duermen cuando los siento; mi espíritu no va solo como al
ser agitado por las piernas: todos los que sin libros estudian
experimentan impresión idéntica. La figura de mi
biblioteca es circular, y la pared no tiene de plano sino el
lugar preciso para la mesa; el sitial; al ondularse, me ofrece de
una ojeada todos mis libros, colocados en estantes de cinco
peldaños, todo alrededor. Tiene tres vistas que de frente
se extienden a lo lejos, y hasta diez y seis pasos de
diámetro completamente libres. En invierno me instalo en
ella más raramente, pues mi casa está colgada en un
cerro, como su nombre reza, y ninguna habitación mas que
ésta está expuesta a los elementos; y me place por
eso para mantenerme apartado, tanto por el provecho que a la
ejercitación acompaña, como para alejar de mi a las
gentes. Allí está mi residencia; allí
intento convertirme a mi propia dominación y sustraerme en
ese solo rincón de la comunidad conyugal, filial y civil;
en todo otro aposento mi autoridad es sólo verbal, confusa
y teórica. ¡Miserable a mi ver quien en su agujero
no tiene donde meterse; donde hacer particularmente su corte,
donde ocultarse! La ambición recompensa bien a sus
esclavos teniéndolos constantemente a la vista de los
espectadores, como la estatua de una plaza: magna servitus est
magna fortuna: ni siquiera su recogimiento tienen por retiro.
Nada he juzgado tan rudo en la austeridad de la vida de nuestros
religiosos como lo que veo en las órdenes que tienen por
regla la perpetua sociedad y compañía y la numerosa
asistencia entre ellos, sea cual fuere la acción que
ejecuten. En cierto modo encuentro más soportable estar
siempre solo que no poder jamás estarlo.

Si alguien me dice que es envilecer las musas servirse
solamente de ellas como de juguete y pasatiempo, es porque no
sabe como yo cuánto valen el placer, el juego y la
distracción; casi me atrevería a decir que todo
otro fin es ridículo. Yo vivo al día, y, con
respeto sea dicho, no vivo sino para mí: mis designios
todos en ello finalizan. Cuando joven, estudié para la
ostentación; luego, un poco para templa mi juicio, ahora
para distraerme, y jamás para el material provecho. Un
humor vano y dispendioso que antaño me encaminara a mi
biblioteca, no sólo para proveer a las necesidades de mi
espíritu, sino para algo que se le acerca, para tapizarlo
y adornarlo, ha ya tiempo que lo abandoné.

Muestran los libros muchas gratas cualidades a los que
los saben elegir mas ningún goce sin dolor: son un placer
que, como los otros, no es nítido ni puro; tiene sus
incomodidades, que son bien pesadas; el alma con ellos se
ejercita, pero el cuerpo, cuyo cuidado nunca olvidé,
permanece mientras tanto sin acción, cae por tierra y se
entristece. Ningún exceso conozco para mí
más perjudicial ni que en la declinación de la edad
deba más evitarse. Estas son mis tres ocupaciones
favoritas y particulares, sin hablar de las que por
obligación civil al mundo soy deudor.

Capítulo IV

De la
diversión

Antaño me empleé en consolar a una dama
verdaderamente afligida; la mayor parte de los duelos femeninos
son artificiales y de ceremonia:

Uberibus semper lacrymis, semperque paratis in
statione sua, atque exspectantibus illam, que jubeat manare
modo.

Mal proceder es oponerse a esta pasión, pues la
contrariedad las incita e interna más en la tristeza;
exaspérase el mal por el celo del debate. En las
conversaciones indiferentes vemos que lo que uno dice sin
interés, cuando la réplica se interpone
truécase en cosa formal, y de ello se hace adopción
entera; con mayor motivo el tesón se sostiene al poner
empeño en lo que se dice. Además, procediendo de
aquel modo obráis en vuestra operación con entrada,
cuando la primera labor del médico para con su paciente
debe ser graciosa, agradable y servicial; y nunca facultativo feo
y desdeñoso hizo cosa que valiera a la pena. Al
revés, pues; es preciso ayudar desde los comienzos y
favorecer sus quejas, testimoniándolas alguna
aprobación y excusa. Por virtud de esta inteligencia
alcanzáis crédito para caminar más adentro,
y con inclinación fácil o insensible os vais
deslizando, empleando discursos más resistentes y propios
para la curación. Yo que principalmente deseaba
engañar a la concurrencia que en mí tenía
puesto los ojos, procuré paliar el mal; de suerte que, por
experiencia, reconozco tener mala e infructuosa mano para
persuadir, pues me ocurre o que presento mis razones en exceso
puntiagudas o demasiado secas, o bien con brusquedad y al
desgaire. Luego que me hube aplicado algún tiempo al mal
que a la dama atormentaba, ya no intenté curarla por
razones fuertes y vivas, bien por falta de ellas, bien porque de
otro modo pensaba cumplir mejor mi cometido; ni fui tampoco
eligiendo las diversas maneras que la filosofía para
consolar prescribe: Que lo que se lamenta no es un mal, como
Cleantes; que es un mal ligero, como los peripatéticos;
que el quejarse no es acción justa ni laudable, como
Crisipo; tampoco eché mano de las máximas de
Epicuro, que se acercan más a mi modo de ser, o sea
convertir el pensamiento de las cosas molestas a las agradables;
ni empleé de una vez todo ese montón de remedios,
como Cicerón, sino que declinando blandamente nuestra
conversación y desviándola poco a poco hacia las
cosas más vecinas luego hacia las un poco más
apartadas, conforme la dama a ellas se prestaba, apartela
imperceptiblemente de la idea dolorosa, la calmé y conduje
por completo a adoptar buen continente, igual al que yo mostraba.
Todo lo cual conseguí ayudado con la diversión. Los
que me siguieron en este mismo propósito no hallaron
enmienda alguna, pues yo no había extirpado con el hacha
la raíz.

El acaso me hizo tropezar en otras partes con algunas
especies de diversiones públicas; el empleo de las
militares de que Pericles se sirvió en la guerra
peloponesiaca y mil otros en distintas circunstancias para alejar
de su país las fuerzas contrarias, es muy frecuente en las
historias. Ingenioso fue el procedimiento con que el señor
de Himbercourt, se salvó a sí propio y a sus gentes
en la ciudad de Lieja, donde el duque de Borgoña, que le
tenía sitiado, le había hecho entrar para poner en
práctica el convenio de la acordada rendición.
Reunido el pueblo durante la noche para deliberar, empezó
por revolverse contra las determinaciones pasadas, y acordaron
varios atacar a los negociadores, a quienes tenían en su
poder; tan luego como el primero hubo sentido el viento de la
primera ondeada de esas gentes que iban a lanzarse en sus
viviendas, les soltó dos habitantes de la ciudad (pues
tenía algunos en su compañía), encargados de
comunicar más suaves nuevas para que las expusieran en el
consejo, las cuales por salir del apuro habían forjado.
Los dos emisarios dichos detuvieron la primera tormenta
conduciendo a la casa de la villa las alborotadas turbas para que
oyeran su comisión y siguieran luego deliberando sobre
ella. Esta tarea fue corta y al punto se desbordó una
segunda tormenta tan animada como la otra; cuatro emisarios
salieron de nuevo enviados por el mismo jefe, los cuales hicieron
protesta de tener que presentarles más ventajosas
proposiciones, encaminadas todas a su contentamiento y
satisfacción, por donde el amotinado pueblo fue de nuevo
rechazado en el cónclave. En conclusión, con
divertimientos semejantes, distrayendo su furia y
disipándola en consultaciones vanas, logró al fin
adormecer al pueblo, ganando el día, que era su mira
principal.

Este otro cuento pertenece a la misma categoría:
Atalante, joven de belleza sin par y de maravillosa
disposición, para deshacerse de los mil perseguidores que
la solicitaban en matrimonio, presentó a sus enamorados la
siguiente condición: «que aceptaría la mano
del que en la carrera la igualara, siempre y cuando que aquellos
que a su nivel no estuviesen perdieran la vida». Hubo
bastantes que estimaron el premio digno de afrontar el peligro y
que sufrieron la pena de condición tan cruel. Como
Hipomenes tuviera que hacer su ensayo después de algunos
otros, dirigiose a la diosa tutelar de tan amoroso ardor,
llamándola a su socorro, la cual, oyendo su plegaria, le
proveyó de tres manzanas de oro, instruyéndole del
uso que de ellas había de hacer. Puestos ya a correr los
contrincantes, a medida que Hipomenes iba sintiendo a su amada
cerca de sus talones, dejó escapar, como por
inadvertencia, una de las manzanas; la joven, atraída por
su belleza, no dejó de volverse para recogerla:

Obstupuit virgo, nitidique cupidine pomi declinat
cursus, aurumque volubile tollit.

Lo mismo hizo Hipomenes con la segunda y tercera
manzana, y merced al extravío y distracción
consiguientes, la ventaja en la carrera quedó de su parte.
Cuando los médicos no pueden limpiarnos del catarro, lo
distraen y desvían a otra parte menos peligrosa; y
advierto también que ésta es la más
ordinaria receta para las enfermedades del alma: abducendus etiam
nonnunquam animus est ad alia studia, sollicitudines, curas,
negotia; loci denique mutatione, tanquam aegroti non
convalescentes, saepe curandus est. Poco es su poder contra los
males que vienen derechos; imposible es que haga frente o eche
por tierra la acometida; todo lo más a que se alcanza es a
que declinen y se desvíen.

Demasiado elevado y difícil es el proceder que
consiste en detener en la cosa a los primeros de que
hablé, y hacer que puramente la consideren y la juzguen.
Sólo a un Sócrates pertenece el asomarse a la
muerte con su semblante ordinario, familiarizarse con ella y
trocarla en cosa de distracción; fuera de la cosa no busca
consolación; el morir le parece un accidente natural e
indiferente; precisamente a él lanza su mirada, y al acto
se resuelve sin desviar sus ojos. Los discípulos de
Hegesias, que se dejaron morir de hambre, exaltados por los
lacrimosos razonamientos de las lecciones del filósofo, y
en tan gran número que el rey Tolomeo lo prohibió
que en su escuela pronunciara tan homicidas discursos, no
consideraron la muerte en sí misma, ni tampoco la
juzgaron, ni en ella detuvieron su pensamiento; entrevieron y
corrieron hacia un ser nuevo.

Esas pobres gentes que vemos en el cadalso llenas de una
devoción ardiente y empleando sus sentidos todos hasta
donde sus fuerzas alcanzan: los oídos a las instrucciones
que se les ordenan, los ojos y las manos elevados al cielo, la
voz entonando oraciones elevadas con emoción ruda y no
interrumpida, practican en verdad cosa laudable y en
armonía con la situación en que se encuentran;
debemos ensalzar su religiosidad, mas no propiamente su firmeza,
pues lo que en realidad hacen es huir de la lucha, desviar de la
muerte su atención, como a los niños se distrae
cuando quiere dárseles el lancetazo. He visto algunos cuya
mirada, si alguna vez descendía a considerar los horribles
aprestos de la muerte que los circundaban, se transían, y
lanzaban con furia a otras consideraciones su pensamiento. A los
que experimentan horror profundo, se les ordena que cierren los
ojos o que miren a otro lado.

Debiendo ser ejecutado Sobrio Flavio por orden de
Nerón y por las manos de Níger (ambos eran
caudillos de guerra), cuando llevaron al primero al campo donde
la ejecución había de tener lugar, como viera la
fosa que Níger había hecho cavar para sepulcro de
sus despojos: «Ni esto mismo, dijo convirtiendo los ojos a
los soldados que tenía delante, está conforme con
la disciplina militar»; y a Níger, que le exhortaba
para que mantuviese firme la cabeza: «¡Hirierais con
fuerza igual a mi resistencia!» Y dijo bien, pues el
tembloroso brazo del ejecutor no fue capaz de amputar la cabeza
de un solo golpe. Éste semeja haber mantenido su mente
derecha y fija en su suplicio y en su muerte.

El que acaba en los campos de batalla, con las armas en
la mano, no estudia entonces la muerte, ni la siente ni la
considera; el ardor del combate le arrebata. Un hombre valiente a
quien conozco, batiéndose en campo cerrado, dio en tierra,
y como su enemigo le suministrase nueve o diez heridas con la
daga, todos los que estaban presentes gritábanle que
pensara en su conciencia; mas el vencido me contó que,
aunque las voces llegaban a sus oídos, no le hicieren
efecto alguno, y que no pensó más que en
desquitarse y vengarse, logrando matar a su adversario en este
mismo combate. Mucho hizo por L. Silano, quien al comunicarle la
nueva de su condena, habiendo oído esta respuesta:
«que estaba dispuesto a morir, pero no de manos
criminales», se lanzó con sus soldados sobre
aquél y su comitiva; Silano, desarmado, se defendió
obstinadamente con pies y puños y murió en la
pendencia, disipando en cojera pronta y tumultuaria el
sentimiento penoso de una muerte larga y preparada a la cual
estaba destinado.

Nuestro pensamiento se mantiene en perpetua ausencia, el
anhelo de una mejor vida nos detiene o apoya; o la esperanza en
el valer de nuestros hijos, o la gloria futura de nuestro nombre,
o el huir de los males de esta vida, o la venganza que amenaza a
los que nos ocasionan la muerte.

Spero equidem mediis, si quid pia numina possunt,
supplicia hausurum scopulis, et nomine Dido

saepe vocaturum… Audiam; et haec manes veniet
mihi fama sub imos.

Con la corona en la frente, Jenofonte sacrificaba cuando
le anunciaron la muerte de su hijo Grillo en la batalla de
Mantinea; ante la impresión que la nueva le produjo
lanzó la corona al suelo, mas por los detalles que al
punto supo, viendo que se trataba de un fin valeroso,
recogió la corona y de nuevo la ciñó sobre
sus sienes; Epicuro mismo halla consuelo en su fin con la
eternidad y utilidad de sus escritos: omnes clari et nobilitati
labores fiunt tolerabiles; las mismas heridas y fatigas iguales
no pesan tanto a un general como a un soldado, dice Jenofonte;
Epaminondas soportó su muerte con menos pesar en cuanto le
informaron que la victoria estaba de su parte: haec sunt solatia,
haec fomenta summorum dolorum. Tales otras circunstancias nos
entretienen, distraen y apartan de la consideración de la
cosa en sí misma. Hasta los argumentos mismos de la
filosofía van constantemente costeando y rehuyendo la
materia y apenas si llegan a tocarla: el primer hombre de la
primera esencia filosófica, subintendente de las otras, el
gran Zenón, dijo de la muerte: «Ningún mal es
digno; la muerte sí lo es, luego no es un mal»; de
la embriaguez. «Nadie confía su secreto al borracho;
todos lo ponen en manos del continente; éste, pues, no
será borracho.» ¡He aquí lo que se
llama dar en el blanco! Me place ver que todas esas almas
altísimas no pueden desprenderse de nuestro comercio; sea
cual fuere su perfeccionamiento, hombres son con todas las
máculas que al hombre acompañan.

La venganza es una pasión dulcísima que
nos arrastra, y a la cual naturalmente propendemos; aunque de
ello no tenga yo experiencia alguna, véolo clara y
distintamente. Para apartarla poco ha de un príncipe mozo,
no le prediqué la necesidad de mostrar la mejilla
izquierda a quien había golpeado la derecha, merced al
deber que la humildad impone; ni le representé los
trágicos acontecimientos que la poesía atribuye a
esta pasión, sino que se la dejé quieta,
entreteniéndome en hacerle gustar la hermosura de una
imagen contraria: el honor, favor y benevolencia que
alcanzaría mediante la clemencia y la bondad, por donde le
encaminé hacia la ambición. Este es el camino que
debe seguirse.

Si vuestra afección amorosa es prepotente,
disipadla, dicen algunos, y dicen bien, pues yo provechosamente
he aplicado este remedio; rompedla en deseos diversos, de los
cuales haya uno, si queréis, que regente y gobierne; mas
para que no os sofreno y tiranice, debilitadla y detenedla
dividiéndola y distrayéndola:

Quum morosa vago singultiet inguine
vena,Conjicito humorem collectum in corpora
quaeque:

y proveed temprano, no sea que luego os apene una
vez que os haya atrapado fuertemente:

Si non prima novis conturbes vulnera plagis,
volgivagaque vagus venere ante recentia
cures.

Antaño fui acometido por un disgusto poderoso
para mi complexión y todavía mas justo que
avasallador; de haber confiado en mis débiles fuerzas para
desposeerme de él acaso me hubiera perdido. Habiendo
menester de una vehemente diversión de espíritu
para con ella distraerme, encomendeme al amor por arte y estudio,
a lo cual la edad me ayudaba, y esta pasión me
alivió y retiró del mal que la amistad me
había ocasionado. Con todos los demás pesares me
acontece lo propio: cuando se apodera de ninguna fantasía
desagradable, hallo más breve que domarla modificarla; y
la sustituyo, si no me es dable con una contraria, al menos con
otra diferente, pues siempre la variación alivia, disuelve
y disipa. Cuando no puedo combatirla, la huyo, y al huir la
engaño y la burlo; mudando de lugar, de ocupación y
compañía, me salvo en la sociedad merced a otras
ideas y pensamientos, con los cuales el mal pierde mis trazas y
se extravía.

Así obra Naturaleza en provecho de la
inconstancia, pues el tiempo que nos diera como remedio soberano
de nuestras pasiones, logra su efecto principalmente proveyendo
constantemente de asuntos diversos a nuestra mente, y disuelve y
corrompe la aprensión primera por resistente que sea. Un
filósofo no ve menos a su amigo moribundo el primer
año que al cabo de veinticinco y según Epicuro
así debe acontecer, pues éste no atribuye
ningún lenitivo a los pesares por su previsión,
como tampoco por su antigüedad; lo que ocurre es que tantas
otras cogitaciones atraviesan nuestro espíritu, que los
dolores así languidecen y se fatigan.

Para desviar la inclinación de los vulgares
rumores Alcibíades cortó las orejas y la cola a un
hermoso perro que tenía, y le lanzó a la plaza, a
fin de que suministrando este pasto a la charla del pueblo,
dejara en paz sus demás acciones. He visto también,
para lograr este efecto de divertir las opiniones y conjeturas de
las masas y desviar a los parlanchines, que algunas mujeres
ocultaron sus verdaderas afecciones con otras contrahechas. Y he
visto tal, que contrahaciéndose dejose amar de verdad, y
abandonó la afección original y verdadera por la
fingida; aprendiendo por ello que los que se encuentran bien
asegurados, son muy torpes al consentir en tal disfraz. Estando
los acogimientos y públicas conversaciones reservados a
este servidor postizo, creed que necesita ser muy romo si no se
coloca en vuestro lugar y os envía al que ocupaba. Esto se
llama cortar y coser un zapato para que otro se lo
calce.

Poca cosa basta a divertirnos y extraviarnos. Apenas si
consideramos los objetos en general en sí mismos: son las
circunstancias y las imágenes menudas y superficiales lo
que nuestra atención solicita y las vanas apariencias que
de las cosas surgen:

Volliculos ut nunc teretes aestate
cicadae linquunt:

Plutarco mismo lamenta la pérdida de su hija a
causa de las monerías que en la infancia ejecutaba. El
recuerdo de un adiós, el de una acción, el de una
gracia particular, el de una postrera recomendación nos
afligen. Las vestiduras de César trastornaron toda Roma, e
hicieron lo que su muerte no había logrado: el timbre
mismo de las palabras que resuena en nuestros oídos:
«¡Mi pobre maestro! o ¡Mi grande amigo! o
¡Mi querido padre! o ¡Mi buena hija!» Cuando me
pellizcan estas exclamaciones y de cerca las considero, reconozco
que son quejas gramaticales y vocales; el tono y las palabras me
hieren, de la propia suerte que, las exclamaciones de los
predicadores conmueven al auditorio frecuentemente más que
las razones, y como nos hiere la plañidera voz de un
animal que para nuestro servicio se sacrifica, sin que pesemos ni
penetremos la verdadera esencia maciza y sólida de nuestro
duelo:

His se stimulis dolor ipse
lacessit.

Estos son los verdaderos fundamentos de nuestro
llanto.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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